miércoles, 24 de febrero de 2010

Más mujeres a las Cámaras


1953 fue un año crucial para las mujeres mexicanas. Alcanzamos la mayoría de edad cívica y con ello la ciudadanía. El simple hecho, demandado por años, de votar y poder ser votadas a cargos de elección popular, nos puso en justa igualdad con los derechos civiles otorgados, hasta ese momento, a los hombres. Desde entonces, la posibilidad de acceder a una diputación, senaduría, alcaldía, gubernatura o presidencia, incluso, es un hecho.

Pero la historia real ha sido otra. Que una ley consigne esta posibilidad no decanta necesariamente en que las mujeres tengamos mayor participación en esos cargos de poder. Los partidos políticos de centro, derecha o izquierda no han sido capaces de impulsar a sus cuadros femeninos por sí mismos, y muy por el contrario, han tenido que ser obligados a ajustarse a medidas compensatorias que luego invalidan con artimañas poco sanas para la consecución de una democracia incluyente.

Mientras la historia de la conformación de la militancia de los partidos nos arroja siempre una participación mayoritariamente femenina, la respuesta de los miembros dirigentes a su apoyo y empuje, ha sido dejar a las mujeres en las bases.

Primero como recomendación y luego como una obligación, pues así está asentado en la ley electoral, el Instituto Federal Electoral vigila que los partidos efectivamente postulen un porcentaje determinado de personas de un mismo sexo en sus listas de candidaturas.

Sin embargo, esta acción afirmativa no se cumple del todo, siempre encuentran la forma de darle la vuelta: en los listados postulan a mujeres, casi siempre en las suplencias cuando se trata de mayoría relativa; y en general, están en las listas de representación proporcional, casi siempre en las posiciones donde es más difícil su acceso a las cámaras

Así, se cumple formalmente con la obligación, pero no en la realidad. En el papel aparecen los nombres femeninos, en los hechos, las mujeres no están. Cuando hubo posibilidades de denunciar estas artimañas, los nombres femeninos subieron de escalafón en las listas plurinominales y alcanzaron algunos renglones en las candidaturas mayoritarias, pero volvieron los juegos sucios y un buen día nos despertamos con las llamadas “juanitas” que renunciaron a favor de sus suplentes, claro, hombres; y lo peor, sus maridos, hermanos o parientes.

La idea de incorporar a las mujeres a los recintos legislativos tiene, entre sus múltiples facetas, la de empoderar a las mujeres, la de llevar allá la visión femenina, un modo diferente de mirar e interpretar el mundo; la de promover ejemplos claros y propositivos de que las mujeres tienen la capacidad de realizar trabajos iguales; la de incentivar el crecimiento político de muchas otras que quieren, pero no alcanzan a dar el paso.

Y como nadie nace sabiendo, la propia ley prevé hasta dos por ciento de financiamiento para capacitación, promoción y desarrollo del liderazgo político femenino, de tal manera que las nuevas legisladoras lleguen preparadas a ejercer estos cargos.

El ejercicio de dicho presupuesto debería elevar el nivel de conocimiento legislativo de las mujeres que contienden y ganan una curul. Sin embargo, nuevamente los hechos revelan algo muy distinto. La renuncia de 13 diputadas a la actual legislatura, cediéndoles su lugar a igual número de varones, dejó en claro que la capacitación fue infructuosa y a la Cámara con una participación femenina de 112 diputadas, apenas del 22.4 por ciento del total.

En tales circunstancias habría que revisar los objetivos y contenidos de la capacitación política y legislativa que se ofrece a las mujeres, así como aplicar algunos otros candados, como el de que sus suplentes sean también mujeres. Así, las legislaturas tenderían a tener efectivamente un porcentaje más equilibrado en materia de género.

Y, ¿por qué no trabajar para hacer cumplir las leyes y no estar buscándoles el lado flaco para evadirlas?

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