martes, 26 de enero de 2010

Somos familia


Hace ya muchas décadas que venimos cuestionando el concepto de familia, de esa que se pretende única y célula indivisible que conforma la sociedad. Mientras antaño la familia correspondía al estereotipo de madre, padre y vástagos, los cuales llegaban a sumar hasta 10 u 11; con el desarrollo de los pueblos, los parámetros se han modificado.


No hay que perder de vista que en la historia de la humanidad, siempre ha habido madres solteras, mujeres abandonadas e incluso viudas, que han debido criar a su progenie en la soledad y/o con el apoyo de sus propias redes familiares, donde las mujeres han sido pilar fundamental.

Hoy día, las familias son diversas. Existen las uniparentales o multifamililares, donde está ausente la madre o el padre, o se convive con abuelas o tías bajo el mismo techo y se comparten no sólo las tareas domésticas sino la crianza de las hijas y los hijos.


La idea misma de tener “los hijos que Dios nos dé” ha pasado a ser una anécdota. La irrupción de la píldora anticonceptiva, aunada al ingreso masivo de las mujeres al mercado de trabajo, a la defensa de sus derechos humanos, ha permitido a la población femenina expandir su horizonte de crecimiento y desarrollo, e incursionar en áreas antes desconocidas o tradicionalmente masculinas, como el mundo de lo público.

Muchas niñas y niños se han criado bajo la vigilancia y conducción de las mujeres, fundamentalmente y nadie, hasta este momento, ha cuestionado si esas criaturas tuercen su camino sexual en la adultez.

Pocos, es cierto, han sido educados sólo por padres. Pocos, debido a que la paternidad no ha sido un ejercicio que reclamen los hombres, aunque sí una demanda femenina. Pero excepciones hay. Y esas hijas e hijos que han sido educados sólo por su padre, tampoco presentan signos de abuso sexual, ni perversión y menos aún de homosexualidad.

Las personas con preferencias sexuales diferentes provienen de hogares donde hay una madre y un padre, es decir, de hogares heterosexuales, de esos denominados normales. Muchos son los mitos alrededor de la homosexualidad, pero hay que hacer hincapié en que se trata de una decisión personal, de una preferencia que cada individuo toma en el ejercicio pleno de su libertad sexual.

¿Por qué asusta tanto que una pareja de homosexuales o lesbianas críe hijas e hijos? ¿Por qué se les acusa de perversión? ¿No ha sido la iglesia la que ha provocado los peores titulares con sus casos de pederastia[1]? ¿No se supone que la iglesia era un sitio seguro para nuestras hijas e hijos, donde pudiesen aprender valores y respeto a sus semejantes?

Tal parece que no. La historia misma de esa iglesia que se viste de soberbia está plagada de denuncias de abuso, violencia, perversiones y corrupciones sinfín. Y esa jerarquía eclesial es la primera en calificar de antinatural lo que en la humanidad ha sido una conducta normal. Porque normal es que nos enamoremos, sintamos atracción por otra persona, deseemos su cuerpo y sus caricias. En algunos casos serán personas de nuestro mismo sexo, en otras no.

Cuando las feministas levantamos la voz para demandar la eliminación de los estereotipos de género, lo hacemos también en este tenor. El hecho de que nos encasillen entre ollas y escobas, entre biberones y pañales, limita nuestras libertades y somos discriminadas; igual que cuando etiquetamos a los hombres bajo los falsos preceptos de fuerza, hombría o insensibilidad.


Mujeres y hombres somos capaces de ofrecer amor y educar con valores morales de mucho mayor respeto que los que pregona la propia iglesia. Bajo esas premisas, homosexuales y lesbianas pueden y deben tener las mismas posibilidades de ejercer su derecho a ser madres y padres también.

En este mundo de fobias y odios, lo que urge es el respeto.
Y, ¿por qué no empezar por erradicar los estereotipos y la discriminación?


(1) Abuso sexual cometido con niños: DRAE

lunes, 18 de enero de 2010

Decidir sobre nuestro cuerpo


En los últimos días, la catástrofe de Haití ha llenado las planas de los diarios y las pantallas de la internet.
La solidaridad mexicana se ha desbordado, como antaño, como en 1985 y otros eventos catastróficos –huracanes en Cancún, Chiapas, Tabasco—que barrieron zonas pobladas, como siempre, de gente en la pobreza, víctimas todas de los crecimientos desproporcionados y los gobiernos flojos que ponen oídos sordos a reclamos de desarrollo.


México se ha construido a puntapiés cuando la palabra y la razón se estrellan en los muros del oscurantismo. Así se conspiró la Independencia que dio orden y patria a la gente nacida en estas tierras del maíz y la piel de cobre, inspirada en las enseñanzas de libertad, igualdad y fraternidad de los enciclopedistas y la Revolución francesa; así también estalló la primera revolución social del siglo XX en el nuevo continente, la mexicana.

Este año celebraremos ambos hitos. El bicentenario de la una, el centenario de la otra. No fueron tiempos fáciles ni rápidos. ¿Qué movimiento social lo es? Y sin embargo, la población entera defendió con dientes y uñas la validez del precepto juarista, formulado entre ambas épocas y hoy más que nunca fundamental: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.

Pero los acontecimientos de últimas fechas raspan la memoria de Juárez. Tabasco, tierra del viejo caudillo Tomás Garrido Canabal, quien encabezó una ardua lucha antirreligiosa para “desfanatizar” a la población, pretende sumarse hoy a los 16 estados que han reformado sus constituciones en contra del aborto legal.

Mientras el mundo cambia, México retrocede. El vertiginoso retroceso duele y afecta profundamente a la población femenina. Mientras en las altas cumbres mundiales se discuten y se acuerdan mecanismos para elevar las condiciones de vida de las mujeres en la economía, en la política, en la cultura, en la sociedad, en México se arrojan por tierra y pisotean sus derechos.
Una de las viejas demandas del movimiento feminista mexicano ha sido el derecho al cuerpo: al placer, a la sensualidad, a la maternidad voluntaria.

Aunque hija de militar y con una educación conservadora, la feminista Esperanza Brito enarbolaba en la década de 1960, la bandera del aborto libre y gratuito; grito de lucha que hoy se ahoga entre los discursos de Norberto Rivera y los reclamos de las iglesias –sobre todo la católica—por volver a someter a las mujeres a “los hijos que Dios mande”; y con ello, no dudaría ni un ápice, a cuidar del hogar y de la familia. Y, ¿dónde queda entonces el desarrollo personal y profesional?, ¿dónde la paternidad responsable?, ¿dónde el involucramiento de los hombres en las responsabilidades domésticas?, ¿cuándo transformaremos la doble jornada en una vida en equidad?

Por ello, nunca mejor que ahora la iniciativa del PRI y el PRD para elevar a rango constitucional el carácter laico del Estado, realidad a la que los miembros de cualquier iglesia no pueden sustraerse, pues la soberanía reside en el pueblo e históricamente se ha defendido esta separación fundamental para el sano desarrollo de nuestra nación. Pequeño detalle que los líderes de la fe han olvidado.

Según estudios del Instituto Alan Guttmacher, de El Colegio de México y el Population Council[1], en 2006 se realizaron más de 874 mil abortos. Se sabe que la cifra negra puede ser mucho más alta con sus consecuencias funestas y poco se puede hacer en materia de política pública de salud mientras haya este subregistro.

El Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) afirma que “la tendencia observada (del aborto clandestino) indica tres problemas sociales: no se ha logrado abatir la demanda insatisfecha de anticonceptivos, las mujeres que enfrentan embarazos no deseados recurren al aborto, y la penalización de éste no disminuye su práctica”.

Y, ¿por qué no dejar que las mujeres decidamos sobre nuestro cuerpo?