lunes, 19 de julio de 2010

Una mente comodina

Hay de tragedias a tragedias. Y todo depende de la generación a la que se pertenezca para que ésta tenga una trascendencia y peso distintos. Ni duda cabe que una de las peores es perder el celular. Ese pequeño artefacto que se incrustó en nuestras cotidianidades cual tatuaje indeleble y que nos ha hecho ver y vivir la vida con muchos más placeres que sinsabores.

Con esto de las nuevas tecnologías, a una ya se le olvidó lo útiles que eran esas diminutas agendas para el bolso de mano. Recuerdo -y hasta la fecha lo hago, pero se quedan intactas todo el año- la afanosa búsqueda en las épocas decembrinas de esas libretitas que cupieran junto a la cartera, que fueran diminutas, funcionales, que tuvieran lindos colores, fotos o frases motivadoras, un buen espacio para escribir la cita cada vez con letra más grande y que solíamos cargar dos o tres meses después de iniciado el año, junto con la nueva mientras copiábamos los números telefónicos de la viejita.

Hace unos días, mi celular tuvo a bien darme un susto. De pronto dejó de funcionar y no había forma de prenderlo. Los amigos de Telcel dijeron que para revisarlo, debía autorizar que, si era necesario, se le hiciera un borrado total de la memoria. Sólo pensar que todos mis números de contacto con el mundo estaban allí, salí desesperada de ese consultorio y en busca de otros médicos que me dieran alternativas menos radicales y funestas.

De pronto me vi en la indefensión, no podía comunicarme con nadie. Me di cuenta que no recordaba más allá de los números telefónicos de mi casa y por supuesto el de mi celular, pero, ¿y el de mis seres queridos, de mis amigas, de la oficina o amigos?, nada, ninguno, ni por equivocación.

Hasta antes de que llegaran a mi vida celulares, computadoras personales, palm o cualquiera tecnología de amplia memoria y capacidad, mi cerebro era capaz de recordar un sinfín de números telefónicos y direcciones vinculadas a los nombres y apellidos de las y los dueños, pero no sólo, sino que además tenían rostro.

Me sabía no sólo el de mamá sino el de su trabajo, el de la oficina de papá, el de casa y los de la familia: la abuela, el tío, la tía, el primo recién casado; los de las amigas, el del novio e incluso, el de la tienda de la esquina!

La mente es una comodina. Cuando tiene la posibilidad de emplearse en otros menesteres, olvida ciertas funciones y aprende otras. Así que la mía olvidó cómo recordar números telefónicos, cómo vincularlos con direcciones y caras, porque aprendió a mover un botón que le ofrece toda esa información; a veces, hasta dudo de mi número celular y lo corroboro apretando ese botoncito bien aprendido.

Ya no necesito darle cuerda al despertador ni apuntar las citas de trabajo, todo me lo resuelve ese cada vez más pequeño y competente aparato. Y es que estamos tan habituadas/os a que todo está en el celular, que efectivamente cuando lo perdemos, sentimos que la vida se nos va...

Y, ¿por qué no, además de resguardar la información en otro disco duro, recuperamos al vieja tradición de la agenda de bolsillo?

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