miércoles, 20 de abril de 2011

Viene el agua

Inusual y falta de todo respeto a los usos y las costumbres, la lluvia se ha presentado con toda la fuerza de su carácter en pleno abril. Acompañada de vientos y endurecida hasta el granizo, el agua de los cielos ha venido a inundar nuestra incipiente primavera.

Y es que el agua es vida y es muerte. Tras las torrenciales lluvias de días pasados, con sólo caminar por entre los despojos que dejó blancas las aceras, también fue posible mirar no sólo las magulladas flores de las jacarandas que en estos días nos habían sorprendido con sus destellos lilas, sino los brotes con los que reverdecerían truenos, sauces y arrayanes, árboles citadinos que se reinventan cada año para ofrecernos sombra bajo su follaje y un vaho de aliento fresco.

Entre las ramas maltrechas y las hojas laceradas, yacían además nidos recién formados, tejidos finos de varitas, hilos y lenguas de pasto que serían cama mullida para las futuras aves que son el trino con el que se despierta esta ciudad capital.

Pero a decir de Vicente Leñero, tener agua y después perderla, puede ser todo un viacrucis. La gota de agua es una fina tragicomedia que nos narra este ingeniero chambón, periodista sagaz y escritor perspicaz.

La crisis por el agua que sufrió esta ciudad en la década de 1980 le pegó, y con fuerza, más a los propios que a los extraños. Quienes ni por equivocación pensaron sufrir tal carencia, como los sanpedreros (“qué futuro ni qué ojo de hacha. En San Pedro de los Pinos no ha faltado el agua jamás”), hubieron de recurrir mil y un artimañas para llenar por lo menos unas cuantas cubetas que les aliviara el estiaje, el mismo del que ya ni se duelen esas colonias donde la sequía es perenne.

Escrita en 1983, esta novela narra con un humor negro que raya en la burla, los avatares de Vicente y Estela –su mujer—por conseguir el preciado líquido.

Profundo conocedor –y cómo no, si “en San Pedro de los Pinos viví toda mi infancia”—de las calles de tierra primero, empedradas después, asfaltadas por el progreso, Leñero nos mete de sopetón en la historia del barrio, de los tranvías y los pozos de agua; en las decisiones de la gran política por conectar el acueducto del Alto Lerma; en sus diarios insomnios esperando a que el hilo líquido iniciara el lento llenado del tinaco, y la esperanza familiar que mengua día a día con la ausencia del agua.

Con ironía nos lleva de la mano en esa aventura que implicó más de un mes de sequía. La resolución tomada inicialmente de no instalar una cisterna bajo tierra lo llevó, en aquellos años, a recurrir a plomeros, albañiles y electricistas, a vendedores de tinacos de asbesto, a la compra de pipas y finalmente, a dejarse llevar por las manos del azar.

En estas épocas, en que el agua nos inunda los caracteres y nos agüita las tardes de cine y café, bien vale la pena sumergirse en esta placentera novela que nos obliga a reconsiderar los actuales usos y abusos del líquido.

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